Radio Atalaya FM 107.3

sábado, 10 de noviembre de 2012

Relato triste de una desahuciada.


No estoy seguro si había cumplido los 50 años pero había sido feliz buena parte de ellos. Es verdad que también conoció la tristeza y el dolor, pero quiénes la trataban decían que era dichosa aunque tuviera sus problemillas. ¿Quién no los tiene casi a diario?

Durante algún tiempo trabajó al servicio de los demás, de manera altruista. Estuvo en política local, la que dicen que más cerca está de los ciudadanos para ayudarles. Desde su militancia femenina participó en la asociación de mujeres del barrio y además estuvo en el AMPA del colegio de los niños. Se implicó con los suyos y dio lo que pudo de sí misma.

Tenía una hipoteca, sí, como tanta gente que quiso tener vivienda propia y que no tenía recursos. Los pidió a la caja de ahorros, la misma que subvencionaba las actividades deportivas del pueblo con su obra social. Y la iba pagando bien; con sus esfuerzos, con algún retraso, pero pudiendo con ella.

Mientras trabajaba - muchas horas al día para no perder el puesto – no tuvo problemas para vivir y mantener a sus hijos. El padre se despreocupó de ellos cuando decidió abandonarla por no se sabe qué historias.

Nadie había observado nada raro en ella. Parecía feliz, era muy trabajadora, dichosa en su soledad familiar, entregada en sus implicaciones, tremendamente respetuosa y algo tímida.

Pero llegó la crisis y  empezaron las dificultades para cobrar a final de mes. Le redujeron el sueldo, le aumentaron las horas de trabajo, dejaron de pagarle la ayuda para el colegio. Sintió miedo de pensar que algo malo pudiera pasarle a los suyos.

Las noticias decían que la caja de ahorros en la que tenía la hipoteca iba a quebrar y que tenían que darle dinero para evitar esa quiebra.

Llegó la mala hora en que el miedo se convirtió en carta y una comunicación le avisó: en quince días terminaba su relación laboral. Apenas si le dieron indemnización pues las nuevas normas laborales habían cambiado y se aplicaron al pie de la letra.

Comenzó a llorar a escondidas. Dormía mal. No sabía qué hacer.

En la cola del paro se encontró con algunos conocidos con los que apenas si compartió una mirada de complicidad en la difícil situación que les tocaba vivir. No se atrevió a hablar con nadie.

Cobró el paro, guardó lo que pudo y pagó hasta que ya no le fue posible hacerlo. Apenas tenía para dar de comer a sus hijos.

Empeñó y vendió los pocos oros que tenía y a pesar de dejar en ellos algunos recuerdos valiosos, se sintió terriblemente liberada. Pero no tenía nada más. Bueno, sí, tenía una hipoteca que no podía pagar. Y pensó que si a la caja la habían salvado con dinero quizá pudiera ella tener la misma suerte. Pero no fue así.

Sus padres la ayudaban en lo que podían, pero la paga de los abuelos no daba para más.

No encontraba trabajo. No tenía ingresos. No sabía qué hacer.

Fue a caritas, pues alguien le dijo que allí podrían ayudarles. Le pagaron algún recibo de la luz y empezó a ir al comedor social donde al menos encontró calor y buena comida. No era creyente ni había estado vinculada a la parroquia, pero nadie le pidió explicaciones y recibió la ayuda que solicitaba.

Su situación le parecía insostenible. No sabía como explicar a sus hijos lo que pasaba, pero lo hizo el primer día que fueron al comedor de caritas.

En los servicios sociales tampoco podían hacer nada para pagarle la hipoteca. Estaba deprimida, abatida, agotada.

Pasaron varios e interminables meses que le parecieron años y no paraban de llegar cartas del banco. No entendía muy bien porque se llamaba ahora banco si cuando a ella le dieron dinero era una caja de ahorros. Le daba igual. El problema era mucho más grave para ella.

Todos los días buscaba trabajo y apenas si daba algunas horas en una comunidad limpiando las escaleras. Pero con eso apenas podía pagar lo justo. No tenía para la hipoteca.

Un mes. Otro, otro y otro. Le dijeron que la hipoteca se iba a ejecutar. No sabía que era eso. Preguntó y conoció lo peor. En unos meses, si no se ponía al día, le quitarían la casa.

Estaba furiosa. Quiso hablar con el que más mandaba en la caja, al que conocía de cuando las subvenciones. Pero le dijeron que lo habían echado por no sé qué razones. Al parecer fue un mal gestor, aunque le dijeron que había cobrado un buen montón de euros, millones.

¡Qué barbaridad! – pensó – ¿para eso les dieron tanto?

No podían ayudarla. Eso le dijeron aunque ella pensaba que en realidad no querían. Total si el banco que fue caja era ya del gobierno, con que éstos pararan la cosa no le quitarían la casa. Tanta hipoteca no le quedaba. Nadie leyó sus cartas y si lo hizo, no tuvo en cuenta lo que ella pedía.

Quiso dar el piso para cancelar la deuda. Pero le dijeron que no era bastante; que aunque diera el piso, seguiría debiendo lo que quedara de préstamo.

Pensó irse de alquiler, pero en aquella situación no tenía bastante; los alquileres habían subido y aunque había muchas viviendas vacías, ninguna se alquilaba a un precio que ella pudiera pagar. Tampoco había viviendas sociales, habían dejado de hacerlas. 

A partir de ahí las cosas se sucedieron mucho más rápido de lo que nadie imaginaba. La justicia era rápida para estas cosas. No pudo hacer nada y el día menos esperado le avisaron de que iban a desahuciarla. Le sonaba de la prensa y jamás pensó que le tocaría a ella.

Ahora la caja era un banco. Intentó buscar soluciones. Pero no le podían dar otro crédito ni alargar el que tenía. Tuvo que aprender a la carrera qué era eso del desahucio.

Pasaron algunas semanas y le anunciaron el día que le harían el desahucio. No quiso decir nada a nadie. Guardó silencio, se hizo aún más reservada.

Ella no podía vivir así. Fue a ver a sus padres y les dijo que iba a buscar trabajo fuera y que a lo mejor les iba a dejar los niños hasta que lo encontraran. Ellos le dijeron que lo que hiciera falta.

Durante aquellas semanas, por las tardes compartió con sus hijos muchas horas. Los niños pensaron que estaban de vacaciones.

La víspera del día que le habían dicho que iban a desahuciarla, dijo a sus hijos que esa noche y algunas más, tenían que quedarse en casa de los abuelos pues ella iba a ir a otro sitio a trabajar para ver si se arreglaban las cosas. Un hilo de esperanza brilló en los ojos lacrimosos de aquellos niños que no entendían casi nada de lo que estaban viviendo. Pero lo comprendieron con una cordura increíble. Se abrazaron lo más fuerte que pudieron y se despidieron de mamá.

A la mañana siguiente llamaron a la puerta. Ella estaba sentada en el salón. No había dormido nada. Guardó en cajas lo que pudo y las dejó preparadas, como si se fueran de mudanza.

En un momento pasaron por su mente miles de recuerdos, de imágenes, de vivencias. Buscó respuestas, quiso compartir lo que no había dicho a nadie. Pero ya era tarde.

Se asomó al balcón para respirar profundamente antes de abrir la puerta. Estaba muy nerviosa. No sabía qué hacer. Llamaron de nuevo a la puerta y solo podía llorar.

Todo fue muy rápido. Se asomó al balcón y se dejó caer.

Su cuerpo se estrelló en el suelo de la calle.

Ahora no tenía nada, había perdido la vida. El desahucio se llevó algo más que un piso. Pudo con ella.

Si las cosas fueran de otra manera, hoy podría estar rehaciendo su vida y volviendo a ilusionarse con aquel trabajo que le habían ofrecido fuera de la ciudad. Pero ya es demasiado tarde.

Los mandamases de aquella sociedad injusta pudieron salvar al banco de la quiebra, pero estuvieron impasibles ante los graves  problemas por los que pasaban muchas personas. 

Decían que se habrían podido parar las ejecuciones hipotecarias. Que se podía haber aceptado la dación en pago. Que se tendrían que haber dado una moratoria. Quizá se podrían haber hecho algunas o muchas cosas para evitar todo lo que había pasado, pero nadie, de entre los que pudieron, lo hicieron.

Tenía derecho a una vivienda digna, a un trabajo, ...

... pero ella, sin saber por qué, se había quitado la vida.

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