Hoy es un día especial para mis recuerdos. Escuchaba temprano, con las
primeras luces del día, esta bulería en la potente voz de una Rocío Jurado
exultante y recordaba un sinfín de párvulas escenas. Me sorprende la capacidad de
recordar imágenes con el paso de los años. Y más aún la claridad con la que afloran
en esta etapa de la vida, superada ya la barrera del medio siglo.
En esos recuerdos, que me parece
intuir en blanco y negro o en un color descolorido, como si de una fotografía
antigua se tratara, veo un mostrador y una tienda. Era el Muygar, donde
trabajaba mi padre. Los Almacenes García Lucena de la calle Buitrago, ahí es
nada.
Aunque no siempre podía hacerlo,
me gustaba ir a jugar entre aquellas estanterías que me parecían altísimas,
llenas de cajas con un sinfín de anotaciones y números incomprensibles para mí.
Subir las escaleras y entrar por laberintos de madera y cartón que imaginaba, era
como un viaje iniciático hacia un lugar mágico, donde la aventura nacía y todo
parecía misterio. Recuerdo cómo se cosían los botones al cartón del muestrario. Alguna vez incluso me dejaba
coger aquella aguja gigante, enhebrada de un blanco hilo de algodón, otras
veces con espartillo, para fijar toda clase de botones a los cartones que luego
conformaban aquel libro en el que tanto costaba decidirse a la hora de elegir
un botón, un fleco, un galón o un encaje.
Había una expositor de cristal,
con anaqueles de brillante níquel y espejos de fondo que agrandaban el espacio de
la tienda reservado a los clientes. Sobre aquella
vitrina había botes de colonias y perfumes y en la parte inferior otros más grandes
de cristal con colonia a granel y tapones de vivos colores. Una de mis
aficiones favoritas era rellenar de colonia aquel bote
de plástico, mirando bien la raya de la medida y luego echarlo en el bote que traían de sus casas las mujeres para llevarse Heno
de Pravia de la marca Gal, con aquella G enorme que había en la etiqueta
amarilla. Cuando me despistaba, orgulloso de la tarea y se me derramaba,
frotaba mis manos para que quedaran impregnadas de aquel aroma que aún recuerdo
fresco y cercano. No se me olvidan la Myrurgia o la cara del hombre que había
en todos los botes de Floïd (que nunca sabré porqué lleva diéresis en la i). Ni
tampoco el Atkinsons, que solíamos regalarle para el día de su santo.
Algunas jornadas, bastantes, la
tienda ocupaba todo el tiempo. Como aquellos interminables días de inventario,
cerrado al público y llevando por la puerta de la calle Las Parras algún
avituallamiento para la media mañana o la merienda, pues el almuerzo lo hacían la tienda o al terminar en alguno de los bares de la calle. Eran especialmente largas las noches del 5 de enero. Hasta bien entrada la madrugada no sentíamos las
llaves en la puerta de la casa y nos disponíamos a dormir entonces, sabiendo
que papá había llegado. Los nervios lo impedían porque sabíamos que, a
partir de ese momento, podrían llegar los Reyes a cualquier hora.
Hoy me quedo con estos recuerdos,
que son solo un botón de muestra de lo mucho que aprendía y de lo que
disfrutaba con mi padre. En estos días en que su recuerdo se hace más cercano,
solo cabe disfrutar de ellos y revivir todo lo que disfruté, compartí y sobre
todo, cuánto aprendímos de él. De su cariño, honestidad, responsabilidad,
bondad, entrega, dedicación, templanza…..
¡Que no daría yo!… cantaba Rocío. Y eso mismo digo. ¿O quizá no?.
Nos cabe la suerte de hacer
memoria y recordarlo, revivirlo, tenerlo presente junto a todo aquello que
forma parte de lo vivido.
Por tantas cosas, todo el cariño y gratitud
hoy, van para él, vivo y presente día a día en nuestras vidas, a pesar de la
ausencia física que nos hace añorarlo más si cabe.
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