17 de Marzo. Día Tercero.
Una de las cosas que me está
llamando la atención del estos días es la sensación de quietud. Todo está en calma,
como detenido. Hasta el ruido de coches y motos ha desaparecido. No hay jaleo
en la calle y se escuchan, con más ímpetu si cabe, los trinos de pajarillos que ya empiezan a anunciar
la próxima primavera. El frío denota que el
invierno no se quiere marchar y como si estuviera haciendo una afronta al cambio climático, se deja caer con algún chubasco y
hasta nevadas en algunos lugares de nuestro Norte.
Leía estos días algunos libros - es otra de las ventajas de esta situación - que me hablan de la quietud y también del silencio, tan relacionados entre sí. He
vuelto a releer algunos capítulos de Elogio de la lentitud, de Carl
Honoré, en el que se ofrece una visión que nos acerca e invita a replantear nuestra relación
con el tiempo y a vivir con más sosiego.
Son algunas pautas que pueden
ayudarnos en el aprendizaje cotidiano para valorar lo que nos está pasando
e incorporar una nueva dimensión del tiempo, cómo vivimos, qué hacemos, de las personas con las que compartimos. Incluso la dimensión
espiritual, que estamos redescubriendo, forma también parte de esta nueva situación de cara al futuro inmediato.
Honoré plantea algunas cuestiones
interesantes sobre lo que ya conocemos del movimiento slow y viene a
decir que “esa sensación de que nos falta algo en la vida explica el anhelo global
de lentitud” afirmando que “el gran beneficio de ir más lento es que proporciona
el tiempo necesario para establecer unas relaciones significativas, con el
prójimo, con la cultura, con el trabajo, con la naturaleza, con nuestro cuerpo
y con nuestra mente. Algunos llaman a eso vivir mejor”.
Pienso que no deja de ser una aspiración loable la de vivir mejor.
La obligación de este confinamiento,
no lo olvidemos, tiene como objeto ganar la
batalla al contagio y parar los estragos de este nuevo virus. Y entre los
aprendizajes que estamos incorporando, día a día, habrá que incluir que todo
esto nos sirva para mucho más que superar el coronavirus entre todos, que
ya es bastante.
A medio camino del pasillo entre
una habitación y otra, me asomo a la ventana y observo otra sensación que
se une a la de quietud. Es la del silencio.
Hace años aprendí de los monjes de Silos
que el silencio nos abre a la escucha. ¡Qué contradicción! – podríamos pensar-. Pero no. Tienen razón los frailes – de eso saben mucho las
mujeres y hombres que viven en clausura y retiro voluntarios – y el silencio, lo
estoy comprobando también estos días, nos permite escuchar muchos sonidos que,
con los ruidos cotidianos ahora detenidos, antes no éramos capaces de
apreciar. Y en esa escucha, el silencio abierto hace que nos estemos escuchando de cerca unos y otros tanto
en el encierro doméstico familiar, como en las comunicaciones digitales.
Así que dos palabras para este
día tercero: quietud y silencio. Es bueno aprender a conocer ambas no
sólo desde su significado primario sino también y, sobre todo, desde el
sentido de actividad y escucha que en su misma esencia nos transmiten.
Una cita
“Lo que desde luego se exige al hombre es que ayude a los
hombres; si es posible, a muchos; si no, a pocos; si no, a sus más allegados; y
si no, a sí mismo. Porque cuando se hace útil para los demás, actúa en
beneficio de la comunidad”.
Lucio Anneo Séneca
Sobre la brevedad de la vida, del ocio y la felicidad
Acantilado Ed., 2013
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